crónicas flamencas en la prensa de siglos pasados

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martes, 18 de enero de 2011

1840 Serenatas y cantes de rondar

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En un folletín que apareció en el diario gaditano El Tiempo en 1840 nos encontramos con algunas pistas sobre el flamenco de antaño. Corren los años que Silverio contaba diez añitos y ocho faltaban para que naciera El Mellizo. Ora aparece el moro gemidor, ora la voz chillona, la guitarra punteada o las boleras del Ay de mí, cómo no La Viña, el gallego del Corralón y el montañés, el baile de candil y el polo de Tobalo. El baile a compás de castañuelas, y las palmas, la caña 'fatigas me dan de muerte', el estrepitoso tango y... la paz entre los perros del barrio. Tiene miga, habría mucho que hablar al respective (que diría Manquiñas). Saludos y gracias por comentar. 
                                                Las Serenatas
Sucede sin embargo a las serenatas lo propio que acontece a todas las demás cosas de este mundo; la abundancia las abarata considerablemente, y todavía me acuerdo de que el anterior verano con aquello del convenio de Vergara no teníamos en Cádiz hora segura, a términos de que fuimos contados los que no participamos del honor de oír soplar un clarinete bajo nuestras humildes ventanas; es decir, que las serenatas, salva la comparación, son como los damascos; al principio es postre de gente rica, pero después no hay gallego del corralón que por seis maravedís no se harte a su placer de simiente de tercianas.
Pero no todas las músicas nocturnas hacen alarde de esta tendencia política que acabamos de hablar; haylas entre ellas de muy diferentes especias, si bien todas convienen en el principio de no dejar dormir al prójimo; principio por más señas altamente agresor y que se opone del modo más terminante al sosiego público. Enciérranse  en la primera de estas especies las músicas asestadas contra el sexo femenino, y de las que solemos participar, bien a pesar nuestro, los que componemos la porción varonil y antifilarmónica de la vecindad, no sin decirles allá con Góngora:

 Hay moro más gemidor
Que el eje de una carreta;
Pues no soy tu mora yo
No me quiebres la cabeza
La materia primera de esta clase de serenatas la constituye una guitarra primorosamente punteada, a la que se une de vez en cuando tal cual voz atiplada y chillona… y que si a dicha no llegan a atravesarse las boleras del Ay, ay de mí, o cosa por el estilo.
La segunda clase de serenatas es un punto más baja que la anterior. El protagonista es tocador del barrio, reconocido por tal en toda la Viña, y con nombramiento en debida forma refrendado por cuantos caseros presiden en bailes de candil. No suele dedicarse esta música a casas ni personas determinadas, solo es privilegio que acostumbra a tener el montañés de la taberna de su devoción ante cuyo postigo acontece de vez en cuando el que se detenga la ambulante comparsa para echar su polo de Tobalo, saludando así a la bota de manzanilla, que es en aquel punto la única señora de sus pensamientos. Camina delantero el tocador tañendo su guitarra con acompasados rasgueos y no menos ufano que pudo estarlo Ecio al entrar triunfante en Roma; media docena de mozas provistas de sendas castañuelas que agitan a compás, marchan alrededor suyo, como las horas en torno del carro del Sol: diez o doce mozuelos y otras tantas hembras de respeto, con la correspondiente garrapata de chiquillos, siguen detrás de la parte artística tocando las palmas en acompasado sonsonete y haciendo a su debido tiempo aquellas significativas exclamaciones que son la indispensable salsa de todo jaleo, mientras los cantadores entonan con voz lánguida y gutural aquella copla que empieza;
Fatigas me dan de muerte*
En no viéndote en un día,
Y demás que todos saben. Pero ¡ay de sus párpados de usted si por sus muchas culpas acierta el diablo a ponerle debajo de sus balcones el estrepitoso tango de que la hablo! Tenga entonces por seguro que no ha de volver a cerrarlos en toda la noche; y que así le dejará dormir como si para eso solo hubiesen nacido todos los jaleadores del mundo.
Réstame querellarme por último de otros enemigos de mi sueño, quizá los más tenaces y molestos de todos, puesto que apenas alcanza a ellos la nocturna autoridad del sereno de mi calle. Hablo de los perros callejeros, y denuncio en debida forma a uno de los de mi barrio, el cual en esta pasada luna se llevó tres noches consecutivas ladrándole a su propia sombra, sin haber forma de hacerle callar un punto solo por más que yo desde mi ventana le dirigía enérgicas interpelaciones acerca de su sinrazón. Alternaba tal cual vez en este tema armando camorra sobre algún pelado hueso del muladar con sus compañeros de festín: gruñianse respectivamente la posesión de aquella roída prenda, y terminaba la cuestión en una lucha fraticida, en la que los mordiscos decidían el pleito, no sin grande algazara de la concurrencia canina, mientras yo, con mis ojos abiertos a guisa de liebre, echaba de menos los tiempos de la pelotilla parricida, y rogaba a Dios con todas veras no por la paz y concordia entre los príncipes cristianos, sino por la paz y concordia de los perros de mi vecindad.- F.F.A.

* Con esta letra se canta el bolero-caña que aparece en el álbum 'Regalo Lírico' de 1819.